Seguidores

sábado, 2 de marzo de 2013

La conversión, de vuelta a Dios.




                                 Pbro. Rigoberto Robles
 
La Cuaresma nos introduce en el ámbito de un reencuentro personal y colectivo del hombre consigo mismo y con Dios, con las verdades eternas y sobrenaturales y nos impulsa a la conversión y a la penitencia, principio y fin de su rehabilitación y condición para recuperar lo que con sus solas fuerzas no podría alcanzar: la amistad con Dios, su gracia y la vida sobrenatural, la única en la que puede el ser humano encontrar aquellas respuestas que le den sentido a su existencia. Este tiempo nos sitúa ante la imperiosa necesidad que tiene el hombre de iniciar el proceso de su conversión, único camino posible para lograr el equilibrio que lo conduce a la paz interior.
Lo que la llamada a la penitencia y a la reconciliación tiene de específico, es el llamado a procurar un cambio, una vuelta, una renuncia a posiciones estables, definitivas, inamovibles, que el hombre establece por razones de egoísmo, de comodidad o conveniencia, sin tener en cuenta a los demás, con sus necesidades y derechos, por ello prescindiendo de Dios, de su soberanía y voluntad, o adulterando la propia armonía de la naturaleza de la que el hombre es deudor.
La llamada a la conversión es una llamada a salir, a distanciarse y despegarse del propio “yo”, con sus intereses y pretensiones egoístas, para ponerse en un camino de acercamiento, en una actitud de diálogo, en una disposición de solidaridad hacia los demás.

Lo específico de la conversión
Es el bien que se busca desde la raíz misma del mal, que está en el corazón mismo del hombre, allí donde solamente puede entrar con libertad, con soberanía, cada uno dentro de sí mismo; allí donde se decide, por tanto, el bien, asumiendo sinceramente las propias responsabilidades. Se comienza por reconocer lo que hay de mal en la realidad y lo que uno tiene que ver con este mal, ya que no se puede curar una enfermedad que no es reconocida.

La conversión nos conduce a Jesús
¿Cómo el hombre de hoy reconoce esta realidad y la acepta, ayudándose a reconocerse pecador? La auténtica y profunda “realidad del pecado” se ha reconocido siempre desde la realidad del amor y de la misericordia divina. La conversión se produce cuando se descubre o se intuye que Dios viene a nuestro encuentro, acción de la gracia, que como una promesa nos hace intuir la mano extendida del Dios de la misericordia y del perdón. La conversión cristiana apunta y se dirige siempre a Jesucristo, nos lleva y nos conduce a Él.
No es el pecado lo que mueve al hombre a cambiar, sino la esperanza de encontrar en Cristo la salvación, ya que el sentimiento aislado del propio pecado sólo produce el desprecio de uno mismo y nos lleva a la desesperación. La conciencia cristiana del pecado depende de la fe en Jesucristo, ya que sentirse pecador en el contexto bíblico y cristiano significa humillarse y considerarse indigno ante la presencia de Jesús, ante la manifestación de su santidad y de su gracia: “Apártate de mí, que soy un pecador”.

¿Penitencia o reconciliación?
Estos dos conceptos, que son claves para entender la realidad del Sacramento de la Penitencia, no deben ser contrapuestos, como si se tratara de poner fin al régimen de la “penitencia” para optar declaradamente por el de “reconciliación”. Es cierto que la expresión “Sacramento de la Reconciliación” concuerda más con la sensibilidad del hombre contemporáneo, y que la de “Sacramento de la Penitencia” podría evocar imágenes de una etapa ya superada; sin embargo, el hombre contemporáneo no es insensible a la idea de la recuperación del sentido de la vida, de la reconciliación consigo mismo o de cambio del proyecto vital.

En el Sacramento de la Penitencia no hay reconciliación sin penitencia, al menos entendida esta última como exigencia de una realización posterior a la previa recepción de la absolución sacramental. Los términos reconciliación y penitencia se implican y se explican mutuamente. La reconciliación sin la penitencia no se conjugaría de manera adecuada con la libertad y la responsabilidad del hombre, pues el perdón sería acogido por un penitente, cuyo papel quedaría reducido al de un sujeto meramente pasivo. Los actos del penitente, siempre acompañados por la gracia sacramental, van regenerando de forma evolutiva al miembro doliente del Cuerpo del Señor, hasta integrarlo a plenitud en el flujo vital de la caridad eclesial. No puede haber plena integración eclesial si no hay plena curación.

Según lo expuesto, podemos decir que el Sacramento de la Penitencia implica no sólo una reconciliación con Dios y una reconciliación con la Iglesia, es también una reconciliación con uno mismo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario